El mar tiene rincones
Llegué a Rincón del Mar, Sucre, sin mayor prevenciones. Tan solo llevaba conmigo una pequeña maleta, la dirección del hostal donde nos quedaríamos, mis amigas y yo, y los ojos cargados de expectativa nerviosa. Es lo que uno llama un paraje, un lejos que no está en tu radar. El pueblo es pequeño, las casas raídas y sus habitantes, negros alegres, de fina dentadura blanca, pieles duras, recias, tostadas y aguerridas, de miradas dulces y certeras. Mujeres que tejen trenzas sin afán, cocinan con leña, pescadores que buscan el diario: pescado y bastimento (yuca, arroz, ñame, papa) para luego balancearse a ver el mar, desde la vista de una hamaca tranquila, sin más intención que ver el sol caer y tomarse una cerveza al ritmo de un champeta, con ritmo, con esa sonoridad con la que mueven sus caderas sin mayor asomo de recato. Aquí nadie sufre de colón irritable y saben poco o nada de lo que es un protector solar, la natalidad es alta, eso de ser padres ...